Sentada en el alféizar de la ventana de su habitación, Mania observaba la lluvia ácida caer. Nadie de su sector lo hacía, pero ella sentía cierta sensación de paz mientras las gotas resbalaban sobre el cristal y destruían la tierra de los campos.
Su hermano Cors estaba tumbado en su cama, leyendo un boletín de noticias pasado. Realmente no era su hermano, pero llevaban desde el Principio juntos y bien podría haberlo sido. Ella le sacaba un año, pero él era algo más alto y empezaba ya a tener las facciones de un hombre. No eran hermanos, sin embargo, todos en el sector lo pensaban y curiosamente sus rasgos tenían cierta semejanza.
—¿Piensas quedarte ahí toda la tarde? —le preguntó Cors.
—Solo hasta que pare —contestó sin despegar la vista del cristal—. Puedes irte con los otros chicos si quieres.
—No me dejarán estar si no vas tú. Siempre me pasa lo mismo y acabo buscando larvas con Grus en las plantaciones.
Mania no contestó, ensimismada en sus pensamientos. No pensaba nada concreto, simplemente hablaba consigo misma sobre eventos pasados. Pero a la vez, distrayéndola, contemplando las gotas de lluvia ácida sobre la tierra, le venían continuamente imágenes de destrucción, explosiones luminosas, tierra estallando. Afortunadamente, esas imágenes eran solo destellos, no terminaban de materializarse en su mente para intimidarla.
—¡Pelea! ¡Pelea!
Era Ranz el que se había asomado a la puerta para avisarles. Siempre era él.
Mania y Cors llegaron justo a tiempo, el círculo en el patio estaba ya formado y los Mayores ocupados en otras tareas. La pelea estaba a punto de comenzar.
Vio por un lado a un habitual de las peleas, el grandullón de Pirman. Alto y orgulloso, ocupaba un lado del círculo con sus amigos. Al parecer estaba contando algo gracioso, pues todos se reían, mientras se giraba para mirar a su rival y extendía las manos para que se las vendaran. Qué idiotas.
En el otro lado estaba un chico que Mania apenas conocía. Era también alto y parecía fuerte, aunque no tanto como Pirman. A él solo le acompañaban un par de chicos que parecían estar dándole palabras de ánimo mientras le vendaban las manos.
—¡Mania, ven por aquí! —Era Cors quien le llamaba, las peleas eran su entretenimiento favorito y siempre se procuraba los mejores sitios. Esta ocasión no fue una excepción y lograron subir a uno de los pequeños miradores destinados a los Mayores, uno de los que utilizaban para vigilar el patio durante los ejercicios.
La pelea comenzó, y desde el principio se vio que no estaba igualada.
Pese a que no era mucha la diferencia, Pirman era más grande, más fuerte y tenía más experiencia en las peleas. Mania solo le había visto perder dos peleas, ambas contra Mayores que querían desahogar sus nervios, y por poco.
Pirman golpeó primero, un derechazo que golpeó levemente la barbilla de su rival. Se escucharon gritos de emoción que animaron al matón a intentar golpear de nuevo, pero esta vez no pudo conectar ningún golpe. Aquel chico esquivaba con agilidad y a Mania le sorprendió, llevaban varios minutos de combate y en otras ocasiones Pirman ya habría conseguido tumbar a su rival. La frustración hizo que Pirman se abalanzara con todas sus fuerzas, a lo que el chico respondió echándose a un lado dejando la pierna para que el grandullón tropezará y casi logró que se diera de bruces contra el suelo. Esto solo logró enfadar más a Pirman que empezó a lanzar puñetazos mientras acorralaba a su rival. Mania, desde su posición privilegiada, pudo ver cómo el círculo empezó a estrecharse por el lado donde estaban los amigos de Pirman. Lentamente, el chico se estaba quedando sin espacio para esquivar los golpes de su rival y empezó a reflejarse verdadera angustia en su rostro. Mania no podía soportar otra injusticia más, había llegado a su límite. Pensó rápido y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Basta! —y se hizo el silencio.
El gritó cayó como un rayo en mitad del patio. Todo el mundo había reconocido esa voz, sabían quién era y lo que significaba.
—¡No te metas en esto, Manchada! —gritó Pirman desafiándola con la mirada, con los puños cerrados y cubiertos de vendas.
Pero ya se había metido, y no pensaba salir.
—¡Tú contra mí, Pirman! —dijo Mania, mientras bajaba las escaleras del mirador para llegar al patio.
Todo el mundo empezó a murmurar, jamás se había visto a una Manchada pelear. Todos estaban sorprendidos, salvo Cors, que estaba completamente boquiabierto en el mirador sin saber que hacer.
—¡Ja, ja, ja! ¿Tú contra mí? Ni aunque os juntarais todos los Manchados podríais ganarme.
Nadie más se dio cuenta, pero Mania notó en la voz del matón justo lo que quería: duda. Y utilizó una vez más su fuerza para gritar:
—¡Vosotros habéis provocado esto! La división y el odio no deberían existir entre nosotros. Si debo acabar contigo, Pirman, para acabar con la injusticia, lo haré.
Nuevamente, vio duda en el rostro de Pirman. Sabía que le temía, cómo no iba a hacerlo, era una Manchada.
En ese instante sonó un trueno y la lluvia cesó. Las alarmas del sector sonaron y las personas que estaban en el patio salieron de su estado de confusión para dirigirse a trabajar.
—¡Estás loca! —le chilló Cors cuando la gente se había dispersado—. Podría haberte hecho mucho daño ese animal de Pirman.
—Estaba harta, Cors. Además, ¿has visto cómo le temblaban las piernas mientras me miraba?
—¡Manchada! —les interrumpió una voz, la del chico que había peleado.
—No tendrías que haber hecho eso —dijo exasperado.
—¿Salvarte la vida? No hay de qué. Nunca me habían dado las gracias así.
—Podría haberle ganado.
—No tenías ninguna posibilidad.
—Me da igual, no necesito que una chica, aunque sea una Manchada, me dé su ayuda sin pedírsela.
—Muy bien, imbécil, pues la próxima vez dejaré que Pirman te explique bien las cosas.
Dicho esto, Mania se dio la vuelta y se dirigió a la plantación que le tocaba ese día.
“Vaya imbécil”, pensaba mientras recorría los pasillos de la sección.
“Hombres”, concluyó.
Salió por la puerta C al exterior, después de ponerse el traje protector y coger sus herramientas.
Hoy en su pantalla de tareas se le indicó que tenía que recolectar treinta gramos de polvo de piedra metálica y al menos tres hongos comestibles. Eran tareas sencillas, pero le llevarían un par de horas como mínimo, si todo iba bien.
Empezó a caminar y se alejó de la puerta hacia el sur. El edificio de la sección era una especie de círculo con cuatro puertas, cada una orientada a uno de los puntos cardinales. La puerta A daba al norte, la B al este, C al sur y por último la D, reservada para los Mayores, al oeste.
El límite del campo lo marcaba la destrucción. Más allá del verdor de las plantaciones no había nada salvo tierra y fango que emanaban un humo amarillento tóxico. Ahí es donde se encaminaba Mania. Desde la ventana de su habitación que daba al este, podía ver esas Tierras Raras como las llamaban, y le gustaba, pero nada como la sensación de estar cerca y sentir la acidez del aire en sus fosas nasales. Decían que podía hacerla enfermar, provocarle daños irreversibles en los pulmones o llevarla a la locura. A ella le gustaba, se sentía mejor cuando estaba cerca de las Tierras Raras.
Mania no escuchó el ruido a sus espaldas y se vio de improviso sujetada por unas manos fuertes que le impedían mover los brazos y otras manos la amordazaron. La tiraron al suelo.
—Deja de moverte, Manchada —y Pirman le propinó una patada en el costado.
—Vamos a tirarte a las Tierras. Si pudiste sobrevivir una vez, seguro que no tienes problema en pasar algún tiempo por allí —. Esta vez era el chico al que había salvado el que hablaba, ¿qué hacían ahora juntos si habían estado peleándose una hora antes?
No se anduvieron con rodeos, Pirman se cargó a la muchacha al hombro y se acercó al límite de las plantaciones. Una pequeña valla de metal, oxidada y rota por muchas partes, señalaba el final de la colina para dar paso a las Tierras Raras, al fondo en el valle. La cogieron de pies y manos y la empezaron a balancear, cada vez más rápido, más fuerte, hasta que la soltaron cuando no podían aguantar más la inercia y casi cayeron por la colina ellos también.
Mania dio contra el suelo de costado, justo donde Pirman la había golpeado. Comenzó a rodar colina abajo sin control, sin poder parar hasta que cayó de bruces contra un charco de apestosa agua amarillenta y barro verdoso. Los mosquitos se dispersaron un momento para inmediatamente volver sobre ella y zumbar en sus oídos. Se quedó inmóvil unos instantes, mareada, confundida, incapaz de encontrar sus funciones motoras.
Poco a poco, fue recobrando el sentido. Le dolía exageradamente el costado, estaba mojada y cubierta de barro; el pelo totalmente enmarañado y sucio. Entonces se dio cuenta de la sensación de asfixia que le estaba provocando el ácido. Se levantó de un sobresalto hasta que el dolor del costado la partió en dos, o eso sintió ella. Se acurrucó y buscó alivio en su propio abrazo. Le ardía el costado. Con una mano se quitó la mordaza de la boca y se la puso en la nariz, algo ayudaba a filtrar ese aire viciado.
Al poco de estar acurrucada, escuchó otra cosa caer de la ladera y dar contra el barro. Levantó la mirada y vio al chico que había salvado, con sangre en la boca y el traje de trabajo roto por varias partes.
—Imbécil —acertó a decir Mania, pero vio como el chico se empezaba a llevar las manos a la garganta y a boquear.
Inmediatamente, sin pensar, le pasó la mordaza. El chico se la llevó a la nariz y comenzó a respirar algo mejor, no sin mostrar dolor.
—¿Cómo es que tú no te ahogas? -logró decir.
—Ya sabes, soy Manchada.
—No sabía que podíais hacer eso.
—Yo tampoco.
Despacio y con mucho esfuerzo, Mania logró ponerse en pie, sujetándose con una mano el costado.
—Tengo que salir de aquí —dijo él.
—No te dará tiempo antes de que anochezca y vuelva la lluvia ácida.
—No puedo quedarme aquí, Manchada, no pienso morir así.
Mania no contestó, estaba harta del chico. Era imposible remontar la colina, estaba demasiado inclinada y el barro dominaba toda la ladera. Además, no había un solo resto de vegetación al que sujetarse.
—Es hora de poner en práctica el manual. Tenemos que buscar un refugio —dijo Mania.
—¿De verdad estudiaste el manual de supervivencia?
—Por supuesto, ¿tú no? Siempre he querido saber qué había aquí fuera.
—Qué va a haber; mosquitos, ácido tóxico y barro.
—¿No es increíble? -dijo Mania con una sonrisa.
Los trajes de trabajo les protegían del ácido estancado, pero no podrían con la lluvia constante y menos aún el traje de el chico, que tenía varios rotos. Lo más peligroso de las Tierras Raras era el aire viciado, si lo respirabas durante unos pocos minutos te asfixiabas hasta morir. Además, estaba la propia acción del ácido contenido en la lluvia. Si no tenías cuidado, podía hacer daños permanentes en tu piel.
—Vamos por allí —dijo Mania.
Para su sorpresa su compañero de caída le siguió sin quejarse, quizás estar cerca de morir le hacía ser más razonable.
Sabía lo que tenía que buscar: pequeños refugios que los Mayores habían construido hace mucho tiempo, cuando todavía tenían esperanza por encontrar otras colonias y realizaban expediciones. Las fotos del manual mostraban unos edificios circulares, como su sector, pero mucho más pequeños y rudimentarios. Debían de contener recursos para poder sobrevivir un tiempo sin preocuparse, y algún traje de trabajo de repuesto.
Estuvieron caminando un tiempo hasta que el chico dijo que no tardaría en anochecer y más les valía correr. Mania hacía por seguirle el ritmo, pero el dolor en el costado le hacía tener que parar cada pocos metros. El barro y la humedad no ayudaban a avanzar rápido.
De repente, vio pararse al chico más adelante, llegó a donde él estaba y se quedó mirando al mismo sitio. Una figura a lo lejos con ropas extrañas movidas por el viento les observaba, llevaba lo que parecía un arma a la espalda.
—¿A dónde vas? —preguntó entre asustado y enfadado él mientras veía a Mania acercarse.
—Quizás él pueda ayudarnos —replicó Mania. — ¡Eh! ¡Tú!
—¡Calla! Puede ser peligroso, no lo entien… —Pero Mania ya había salido corriendo hacia el extraño.